Ágreda

Ágreda

Sor Maria Margarita y Sor Ana Maria

Sor Maria Margarita y Sor Ana Maria

La Dama Azul, 14 de Abril de 1991

La Dama Azul, 14 de Abril de 1991

Teleportaciones - Revista Año Cero nº7 (Feb. 1991)

Teleportaciones - Revista Año Cero nº7 (Feb. 1991)

La Inspiración. Un 14 de Abril

Padre François Brune: “El Cronovisor existió. De eso no tengo ninguna duda”

Javier SierraLa dedicatoria de La Dama Azul incluye una oscura fecha: 14 de abril de 1991. ¿Qué sucedió aquel día para que Javier Sierra decidiera recordarlo en la primera frase de su nueva novela? La explicación del autor, mágica, maravillosa, se despliega en estas líneas. Él nos la ofrece en primera persona. Sabe que nos sorprenderá.

"...Treinta y ocho años después (1631), la Santa Inquisición detendría a la monja María de Ágreda, quien afirmaba haber hecho más de quinientos viajes al Nuevo Mundo para evangelizar a los paganos. Que se supiese, la monja jamás abandonó su convento en los once años anteriores. Sin embargo, cuando los misioneros llegaron hasta los indios jumanos de Nuevo México para cristianizarlos, éstos ya conocían la fe católica. A Alonzo de Benavides, su superior, le confesaron que había sido una monja que coincidía con la descripción de sor Ágreda la que les había evangelizado..."

Nunca pensé que el Destino -ése sobre el que Sófocles escribió que "guía a quien de grado le sigue"- me obligaría volver sobre este párrafo una y otra vez, a lo largo de siete años. Lo incluí como colofón en un reportaje que publiqué en febrero de 1991 en la revista española Año Cero. Por aquel entonces yo era un periodista precoz, de apenas diecinueve años, ávido de historias originales, curiosas, extrañas, que llevar al papel. Y aquella era una de ellas. Pero no una cualquiera.

Me explicaré.

Descubrí el extraño caso de sor María de Ágreda casi por accidente, en las páginas de un viejo semanario mexicano. Un día, curioseando en una gran caja de cartón llena de papeles que me había dejado un amigo, lo encontré. Tenía mal aspecto. Estaba sucio y desencuadernado, y aún así me resistí a tirarlo sin antes echarle un vistazo. Ahora sé que acerté. Aquella publicación raída por el tiempo y la humedad, me llamó la atención enseguida. Daba cuenta de las aventuras de una monja de clausura española del siglo XVII a la que le habían atribuido la evangelización de Nuevo México, Arizona y Texas gracias al don de la bilocación. Nunca había leído nada semejante. El semanario afirmaba, además, que fue Dios quien le dio el poder de estar en dos lugares a la vez para que ampliara los dominios de la cristiandad.

El cuento, claro, me fascinó. Y aunque estaba sembrado de imprecisiones (no aclaraba el lugar de origen de la religiosa, ni el convento español en el que residió), algo me obligó a indagar más en él.

Allí había una buena historia. Lo presentía. Una pista a investigar.

Quizá fue ese instinto lo que me llevó a citar a aquella monja en mi reportaje. Tomé la poca información verosímil que contenía y con ella rematé un artículo sobre un asunto tanto o más extraño que el de la bilocación: la teleportación. Esto es, la posibilidad teórica de trasladar materia de un punto a otro del universo de forma instantánea. ¿Le había ocurrido algo parecido a sor María de Ágreda cuatrocientos años atrás? La física teórica lleva tiempo especulando con ideas semejantes. En series de ciencia-ficción como Star Trek se han manejado con naturalidad. Algunos científicos incluso han logrado transmitir el “estado cuántico” de un fotón a otro, a la cósmica distancia de noventa centímetros. Y tampoco faltan personas normales y corrientes que, en los cinco continentes, aseguran haberse trasladado instantánea e inexplicablemente de un punto a otro de la geografía justo después de atravesar una niebla misteriosa o sentir un frío glacial.

Mi reportaje estaba dedicado a ellos. Y fue al final del mismo donde cité el "caso Ágreda" con la intención de demostrar que no estábamos ante una leyenda urbana moderna, sino ante todo un fenómeno histórico.

Creo que fue entonces cuando todo se desató.

Al mencionar a María de Ágreda en mi escrito calculé mal los riesgos. Fue como si hubiera despertado alguna clase de fuerza misteriosa que llevaba siglos dormida, aguardando a que alguien se acordara de ella. Sólo eso explica por qué, sin pretenderlo, acabé envuelto en la verdadera, increíble y desconcertante historia de esa olvidada monja de clausura española.  
Nuestro encuentro iba a cambiarme la vida.

14 de abril, 10,40 horas

Dos meses después de la publicación de mi artículo, me había embarcado ya en otra investigación. Mis intentos por saber más de aquella María de Ágreda no habían dado ningún fruto. Y cansado de mis fracasos, decidí cambiar de tema. Me propuse entonces localizar cuantas copias de la Sábana Santa de Turín hubieran llegado a España entre los siglos XVI y XVII. No sabía muy bien qué iba a encontrar en ellas. Tal vez la firma del taller que supuestamente falsificó la Sábana original en el siglo XIII. O acaso la prueba de su autenticidad. El caso es que la búsqueda de esas reliquias por viejas parroquias rurales españolas me mantuvo un tiempo alejado del “caso Ágreda”.

El 14 de abril de 1991 mi nueva investigación estaba en su apogeo. Llevaba dos semanas viajando por media España, y al llegar al norte peninsular me sentía muy cerca de mi objetivo. La noche anterior había nevado con fuerza en Pamplona, y casi todas las carreteras de mi ruta llevaban horas cortadas por el hielo. Mi vehículo no estaba preparado para ello. No llevaba cadenas para las ruedas, y el motor apenas bombeaba el calor suficiente para mantener caliente el habitáculo. Para colmo de males, estaba perdido. Txema Carrasco, un librero de Bilbao que se había unido a mi búsqueda, empezaba a mostrarse inquieto. Un error al interpretar el mapa de carreteras nos había alejado de las rutas principales.

De hecho, fue entonces cuando ocurrió.

En medio de la tempestad, con los limpiaparabrisas moviéndose a toda velocidad, el letrero de entrada a un pueblo me dejó sin aliento. En mi cuaderno de bitácora quedó escrito así: "14 de abril de 1991; 10,40 horas. Llegada a Ágreda".

¿Ágreda?
¡Ágreda!

Durante unos instantes permanecí absorto frente a aquella señal. Fue uno de esos momentos en los que el tiempo parece detenerse. En los que la respiración se contiene. Pero finalmente lo comprendí todo. El Destino -ése "guía" al que aludía líneas atrás- nos había desviado de nuestra ruta, colocándonos frente al lugar en el que el cuento de la monja bilocada había nacido. ¿Qué otra cosa podía pensar?

Durante años esa oportuna coincidencia ha estado torturándome.

En 1991 existían en España 35.618 poblaciones. Dar por casualidad con la única que podía ayudarme a resolver el misterio de la monja bilocada era todo un prodigio. Allí iba a pasar algo. Estaba seguro. Aquel cartel que me había dejado pasmado encerraba una gran lección: que la única "clave" para desenmarañar el caso de la monja bilocada había estado frente a mis ojos todo el tiempo. Y era su nombre. Sor María de Ágreda.

Ése Ágreda no era un apellido. ¡Era su lugar de procedencia!

Fue como si un torbellino sacudiera mis entrañas.

Salté del coche como poseído, urgiendo a Txema a que me ayudara a confirmar lo que hasta ese momento era sólo una fugaz certeza: que aquel tenía que ser el pueblo de sor María. ¿Cómo había podido ser tan torpe? ¿Cómo no se me había ocurrido comprobar que en la remota provincia de Soria existía un pueblo llamado así?

Txema y yo buscamos al sacerdote del pueblo, llamamos a las puertas de las iglesias, y escudriñamos cada rincón de esa villa. Todo estaba cerrado. Vacío. Las calles de Ágreda, como si quisieran guardar algún secreto, permanecían desiertas. Sus postigos, sellados. Y la nieve volvía a caer con saña sobre nuestros hombros.

La situación no estaba para bromas. Si nos demorábamos en aquel pueblo más de la cuenta, el hielo podría dejarnos aislados y sin combustible. Además, siendo sensatos, Txema y yo no teníamos nada “real” que hacer allí. Tras conversarlo un minuto, tomamos una decisión: abandonaríamos el pueblo y nuestro breve sondeo de inmediato, dejando aquella coincidencia para el baúl de las anécdotas. Una vez de regreso, ya tendría ocasión de retomar aquella pista.
Dicho y hecho.

Tras consultar otra vez nuestro mapa de carreteras, ya reubicados, nos dispusimos a dejar Ágreda rumbo a La Cuesta, un minúsculo pueblo en el que la tradición afirmaba que había ido a parar una de las copias de la Sábana Santa. Lo que no podíamos imaginar era que otro error de navegación -¿error?- estaba a punto de trastocar para siempre nuestros planes.

En efecto. Salir de Ágreda no resultó fácil. El temporal nos había obligado a tomar una carretera angosta, helada, que enseguida supimos no era la correcta. Fue entonces, al dar media vuelta, cuando lo vimos. Era imposible que aquello no hubiera captado antes nuestra atención. Siempre había estado allí. Escondido tras la ventisca. Y es que, justo a la izquierda de nuestra ruta, a solo unos pasos de nosotros, se levantaba un macizo edificio de piedra flanqueado por la estatua de una monja.

-¿Y sí...?

No pude acabar la frase. Txema, tan excitado como yo, me interrumpió con una sorprendente revelación:
-He olvidado decirte algo -murmuró-. Quizá no tenga nada que ver con "tu" monja, pero hace tiempo me contaron que en este pueblo se conservaba el cuerpo de una monja incorrupta. No me extrañaría que fuera aquí donde la conservaran...
-¿Cómo dices?
-Bueno –el librero titubeó-... No estoy del todo seguro, pero podríamos llamar a esa puerta y preguntarlo. ¿No te parece?

Aquel misterioso edificio tenía todo el aspecto de un convento de clausura. Sus rejas y celosías, su iglesia a un costado y su inquebrantable serenidad lo decían todo. Incrédulos, nos acercamos al que parecía su acceso principal, inclinándonos para leer lo que rezaba el pie de la estatua: "A la venerable Madre Ágreda, con santo orgullo. Sus paisanos".

Aquello me turbó. ¿A qué Madre Ágreda se refería la leyenda? ¿A la misma que estaba buscando? ¿O tal vez a la monja incorrupta de la que hablaba Txema? Tomé nota de la inscripción antes de entrar en el recibidor de lo que, efectivamente, resultó ser un convento de clausura.

Cita con la Venerable

-Ave María Purísima.
La frágil voz de una monja nos recibió detrás de un hermético torno de madera.
-Sin pecado concebida, hermana -respondimos.
-¿En qué puedo ayudarles?
Aquella franca hospitalidad nos reconfortó.
-Verá, hermana: la nevada nos ha desviado hasta aquí y, de repente, al ver el nombre del pueblo, nos hemos preguntado si fue aquí donde vivió una monja llamada sor María de Ágreda... ¿La conoce por casualidad?
-¡Cómo no la vamos a conocer! -la mujer detrás del torno replicó ufana-. ¡Si es nuestra fundadora!

Txema y yo nos miramos cómplices. El etéreo "guía" de aquel viaje había vuelto a hacer diana. De hecho, sólo un par de minutos después estábamos ya frente a las rejas de uno de los locutorios del convento, hablando distendidamente con dos de las monjas de aquella modesta comunidad. Como si nos hubieran estado esperando, sin ningún preámbulo, ambas accedieron a aclararnos algunas de nuestras dudas.

-Sí, sí –dijo la mayor de ellas, sor María Margarita-. En la iglesia tenemos expuesto el cuerpo incorrupto de sor María. Aquí la llamamos la Venerable. Antes la teníamos en la tribuna de la iglesia, en nuestro museo, pero desde 1989 se encuentra en el templo, para que todo el mundo pueda verla.
-¿Y los milagros que se le atribuyen son los de...? -pregunto con prudencia.
-Los de bilocación, señor -replica simpática mi confidente-. Si les parece, podemos leerles unos párrafos de la vida de la Venerable, y en donde se describe todo este prodigio... Siéntense, por favor.

Mientras buscaba el libro en cuestión, sor Ana María, la otra religiosa, se acercó a la reja que nos separaba para decirnos algo:
-Deben saber que toda la obsesión de nuestra venerable sor María era la salvación de las almas. Sabía de la falta de misioneros que había en América y tenía el deseo de evangelizarla. Pero claro, ella era una monja de clausura...

Las más de dos horas que Txema y yo permanecimos en el locutorio con aquellas monjas despejaron buena parte de nuestras dudas. Confirmaron no sólo que sor María de Ágreda, la polémica monja con dotes de bilocación, vivió en esa localidad que llevaba su nombre, sino que su cuerpo se conservaba incorrupto entre aquellos muros. Pero pronto descubrí que las aclaraciones de sor María Margarita y sor Ana María dibujaban sólo la punta de un vasto, misterioso y sorprendente iceberg.

-¿Saben cómo la llamaron en América?
A la nueva pregunta de las monjas, Txema y yo nos encogimos de hombros.
-La Dama Azul. ¿No es hermoso?
-¿Y por qué, hermana?
Sor María Margarita sonrió.
-Es muy fácil: porque las monjas de nuestra orden llevamos un manto azul sobre nuestros hábitos blancos. Y eso debió de llamar mucho la atención de los nativos.

Aquel día, justo en aquel momento, nació mi novela. Y su título. Pero también una larga serie de viajes por España y los estados norteamericanos de Arizona, Texas y Nuevo México en busca de las evidencias de este caso. En reservas indias, en antiguas misiones españolas, e incluso en las aulas de algunas universidades pregunté sin descanso por esa Dama Azul. Pero tras haber consultado durante siete años archivos privados y públicos, y bebido de fuentes cristianas y heterodoxas para documentar mi novela, sigo sin encontrar respuestas para mis primeras dudas: ¿Por qué aquel 14 de abril mis pasos se detuvieron en Ágreda? ¿Qué extraños hilos se movieron para que mi ruta se desviara de semejante forma, y acabara en ese remoto pueblo castellano? ¿Y quién desvió de nuevo mi camino cuando Txema y yo decidimos abandonar Ágreda al no haber encontrado nadie que nos hablara de sor María? ¿Y quién o qué nos guió hasta la puerta del convento en el que la Dama Azul vivió cuarenta y siete años en rigurosa clausura?

Misterio.
Pero ese genuino misterio es, en definitiva, la semilla de toda buena novela.